Publicado por el PASC, 19 de abril de 2025
El 9 de marzo de 2025, Jaime Gallego, apodado Mongo, fue asesinado tras haber sido secuestrado seis días antes en Segovia, en el departamento de Antioquia. Líder social, defensor de los derechos humanos y figura clave en la lucha por el reconocimiento de los mineros ancestrales, Mongo organizaba un paro minero programado para el 10 de marzo en varios municipios del nordeste y norte de Antioquia. Tras su asesinato, las organizaciones de pequeños mineros suspendieron el paro en señal de duelo y por razones de seguridad. La huelga se celebró finalmente el 24 de marzo. Su objetivo era denunciar la creciente represión de las prácticas mineras artesanales, así como la destrucción sistemática de los equipos utilizados por los mineros sin títulos oficiales.
No se trata de un crimen ordinario. Forma parte de un patrón de violencia política mucho más amplio, en el que la defensa de la vida y de las prácticas ancestrales se ha convertido en un arriesgado acto de resistencia.
Mongo fue fundador de la Mesa Minera de Segovia y Remedios, y presidente de la Mesa Minera Agroambiental del Nordeste de Antioquia. Contribuyó a varias movilizaciones importantes en la última década. Denunció abiertamente la persecución orquestada por la UNIMIL (Unidad de Policía contra la Explotación Ilegal de Minerales) contra los pequeños mineros independientes, una unidad especial que, bajo el pretexto de luchar contra la ilegalidad, actúa como brazo armado de las grandes empresas mineras. Mongo estaba en el punto de mira por su papel como portavoz de las comunidades mineras. El responsable de su asesinato fue el Ejército Gaitanista Colombiano (o Clan del Golfo), un grupo paramilitar descendiente de las antiguas Autodefensas Unidas de Colombia (AUC).
Un largo historial de violencia contra mineros y trabajadores
Pero Mongo no es el primero. Otros líderes han sido asesinados por las mismas razones, por los mismos actores, en un contexto similar de conflicto por el control de las minas. En 2004, Luis Carlos Olarte, dirigente sindical de Frontino Gold Mines, empresa propiedad de los trabajadores en aquel momento, fue asesinado en Segovia por miembros del Bloque Central Bolívar. Su oposición a la entrega de la mina de La Batea a los paramilitares le costó la vida. En ese momento, la administración municipal, algunos directivos de la empresa y la Superintendencia participaron activamente en el proceso de liquidación de la empresa, proceso que sirvió de punto de partida para la actual subcontratación paramilitar. El caso Olarte fue juzgado en 2020 por un tribunal especializado de Bogotá, que reconoció la responsabilidad de los actores paramilitares, así como de los cargos electos locales y los directivos de la mina.
Unos años más tarde, el 27 de julio de 2012, los dirigentes sindicales Jamison Adrián Amaya Madrigal y Nelson Uriel Cadavid Pérez fueron asesinados frente a la mina Providencia, en Remedios. Dos días antes, habían denunciado públicamente amenazas de muerte y el despido masivo de 1.400 trabajadores por parte de Gran Colombia Gold. Estaban negociando con el subcontratista ROC S.A.S. cuando fueron asesinados. Janier Adrián Villada, miembro del grupo criminal Los Rastrojos, confesó en televisión haber asesinado a los dos sindicalistas por orden de los subcontratistas mineros. Aún no se ha dictado sentencia.
Estos casos emblemáticos son sólo algunos ejemplos de una lista trágicamente larga de asesinatos de dirigentes mineros y sindicales que han quedado impunes, en un contexto en el que la violencia está organizada y es rentable para las grandes empresas.
Esta continuidad de la violencia no es casual. Se explica por la lucha entre los trabajadores artesanales y los mineros, por un lado, y el capital transnacional apoyado por el Estado y los grupos armados, por otro.
Un marco legal que criminaliza las prácticas ancestrales
La historia de la criminalización de los mineros ancestrales tiene sus raíces en el Código de Minas de 2001 (Ley 685), elaborado con fondos de la cooperación canadiense. Este código introdujo un modelo minero basado en la lógica de la minería libre, que otorga títulos al primer solicitante. Este enfoque favorece a las grandes empresas, que cuentan con los recursos para superar las barreras técnicas, ambientales y administrativas. Como resultado, de un día para otro, las prácticas mineras artesanales de generaciones de comunidades campesinas, afrodescendientes e indígenas han sido reclasificadas como explotación ilegal, allanando el camino para la criminalización sistemática.
La demanda de legalización de los mineros ancestrales, secuestrada
Los mineros ancestrales llevan años exigiendo un reconocimiento jurídico diferenciado. Exigen que se distingan sus prácticas tradicionales de la explotación ilegal vinculada al crimen organizado. Reclaman la asignación de títulos específicos adaptados a su realidad de pequeños productores, así como el acceso a asistencia técnica y financiación para mejorar sus prácticas. Pero esta demanda de legalización ha sido explotada. Empresas como Aris Mining, multinacional canadiense antes conocida como Gran Colombia Gold, afirman estar integrando a los pequeños mineros mediante modelos de subcontratación.
Sin embargo, la subcontratación no concierne a los mineros a pequeña escala o independientes. Se trata de empresas mineras locales, que a menudo tienen lealtades económicas con la multinacional. Aunque emplean a la población local, estas empresas no encarnan las reivindicaciones de las comunidades mineras ancestrales: las neutralizan y permiten así a Aris Mining utilizarlas para sus campañas publicitarias.
Una estrategia de gestión paramilitar
El modelo de subcontratación también tiene una función más oscura: actúa como mecanismo de control territorial y político. Ya en 2004, cuando el Estado estaba liquidando Frontino Gold Mines, se adjudicaron contratos para operar ciertas minas a paramilitares del bloque Central Bolívar. Luis Eduardo Otoya Rojas, encargado de la liquidación, fue condenado en 2016 por concierto para delinquir agravado y financiación del paramilitarismo. Sin embargo, el modelo que puso en marcha ha perdurado. Tras adquirir Frontino Gold Mines en 2010, Aris Mining siguió firmando contratos con estos actores armados, perpetuando un sistema en el que las estructuras paramilitares se financian mediante la subcontratación.
Uno de los paramilitares que se benefició de estos contratos es Edgar Julio Erazo Córdoba. En su tesis de 2014, describe cómo se renovaron las primeras concesiones después de 2010.
Una vez liquidada Frontino Gold Mines, la multinacional Gran Colombia Gold decidió quedarse con los contratos de explotación desde el inicio de sus operaciones en 2010. Standard Gold de Colombia, que se ha convertido en el mayor subcontratista de la región, emplea a unos 1.100 trabajadores.
Sin embargo, una de las empresas vinculadas a Erazo, Standard Gold de Colombia, habría participado en operaciones de lavado de oro para uno de los mayores exportadores de oro de Colombia, y mantenido vínculos con figuras paramilitares como el «Zar del Oro», condenado por asesinar a pequeños mineros independientes (El Espectador, 2020).
Conflictos actuales
El caso de la mina Sandra K en 2023 es una prolongación de lo anterior. Aris Mining adjudicó un contrato de explotación a Carlos Mario Márquez Atehortúa, considerado por los mineros testaferro de un antiguo paramilitar. La mina fue explotada históricamente por la Asociación El Milenio, formada por mineros tradicionales con más de 20 años de experiencia en el sector. El 10 de mayo de 2024, miembros del equipo de seguridad de Aris Mining y agentes de policía invadieron las instalaciones de El Milenio y retuvieron a los trabajadores durante más de 10 horas, atándolos y amenazándolos. Poco después detuvieron a seis mineros. Unos días antes, un dirigente había sobrevivido a un intento de asesinato.
La actual estructura paramilitar del Clan del Golfo, responsable del asesinato de Mongo, es descendiente directa del Bloque Central Bolívar. La «desmovilización» de 2006 no fue más que una reorganización. El Clan del Golfo es una nueva versión de estos viejos grupos, ahora integrados en lógicas económicas más complejas, donde se funden legalidad e ilegalidad.
Paralelamente a estas prácticas sobre el terreno, Aris Mining despliega una campaña de comunicación pública centrada en la sostenibilidad, los derechos humanos y la inclusión. Recientemente, en 2025, la empresa incluso financió la participación de una persona en el Foro del Acuerdo de Escazú (Acuerdo Regional sobre Acceso a la Información, Participación Pública y Justicia Ambiental en América Latina y el Caribe), celebrado en un resort de lujo en San Cristóbal. En sus agradecimientos, esta persona menciona explícitamente a Aris Mining, Sandra K, Explotaciones Gold, el Grupo Damasa y el ingeniero Julio Erazo como actores «comprometidos con el Acuerdo». Este gesto ilustra hasta qué punto los espacios de participación son cooptados, vaciados de contenido y utilizados como escaparate por los mismos que oprimen a las poblaciones que dicen apoyar.
Una lucha por la vida, la tierra y la justicia
El asesinato de Mongo no fue un incidente aislado. Es la culminación de un modelo extractivo militarizado que, bajo el disfraz de la legalidad, criminaliza las prácticas ancestrales, destruye los tejidos comunitarios y asesina a los líderes sociales. Los mineros ancestrales no piden caridad ni integración en las estructuras de las multinacionales. Exigen el pleno reconocimiento de sus derechos históricos, territoriales y políticos. Su lucha es una lucha por la vida.
Fuente: https://pasc.ca/es/node/5813