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Racismo y represión política, económica y militar en Colombia

La población salió masivamente a las calles del país el 28 de abril para protestar contra la injusticia social y las agresivas reformas fiscales propuestas por el gobierno de Iván Duque. Movimientos estudiantiles, sindicatos, organizaciones juveniles, grupos feministas y expresiones organizativas de pueblos indígenas y afrodescendientes marcharon, bloquearon carreteras y realizaron actividades culturales en centros urbanos y territorios rurales de todo el país. Ejerciendo su derecho a la protesta pacífica. Pero el Estado colombiano, en manos del gobierno Duque y su partido, no entiende de derechos humanos y menos del derecho a la protesta social, además, tiende a interpretar las críticas sociales como amenazas terroristas.

De las protestas y su criminalización

Desde el primer día el Estado colombiano respondió a las movilizaciones con una violenta represión, haciendo uso excesivo de la fuerza policial: disparos indiscriminados contra los manifestantes con el resultado de cientos de heridos, decenas de muertos, detenciones arbitrarias y denuncias de violencia de género y sexual. La brutalidad policial tuvo especialmente impacto en ciudades principales como Cali, Bogotá, Cartagena y Popayán.

Aunque la gran mayoría de las protestas han sido pacíficas, los actos aislados de saqueo y violencia en los primeros días fueron usados como excusa para el uso desmedido —pero diferencial— de la fuerza policial contra los manifestantes. Como consecuencia, y como se ha denunciado en anteriores huelgas en el país, hay informes que dan cuenta de como policías y otros agentes del Estado presentes en las protestas permiten —cuando no se infiltran agentes para generar los disturbios— que se produzcan saqueos, con el objetivo de justificar posteriores respuestas violentas contra las protestas. Los discursos en torno a los «manifestantes buenos» y los «manifestantes malos» sirven para legitimar el uso excesivo uso de la fuerza.

Con el anterior trasfondo, en lugar de escuchar realmente las demandas de los ciudadanos contra la reforma fiscal y la injusticia social, el Estado optó inmediatamente por militarizar las ciudades para reprimir las movilizaciones, convirtiendo así una protesta social legítima y pacífica en un escenario de guerra.

Varias ciudades cuentan ahora con la presencia de 4 actores armados «legales»: Policía armada, Esmad (Escuadrones Móviles Antidisturbios de la Policía Nacional), fuerzas militares y Goes (Grupo Operativo Especial de Seguridad del Cuerpo Nacional de Policía) que —en lugar de buscar pacificar la situación y proteger a los ciudadanos— se convierten cada vez más en una amenaza para la seguridad, la paz y la protección de los derechos de los ciudadanos. Los helicópteros sobrevuelan de forma amenazante los puntos de protesta y las comunidades, y los tanques circulan por las estrechas calles de la ciudad.

Abusos flagrantes de los derechos humanos 

En las redes sociales circulan a diario innumerables vídeos grabados por manifestantes y curiosos que muestran casos de brutalidad policial, disparos indiscriminados con armas de fuego y uso excesivo de gases lacrimógenos, incluso dentro de barrios y comunidades sin importar la presencia de niños.  En la última semana, la violencia adquirió un nuevo y aterrador rostro con el despliegue de policías sin uniforme que —según versiones de civiles soportadas en fotografías y videos— disparaban a los manifestantes o intercambiaban disparos con militares. A esto se le suma la circulación de automóviles, la mayoría de color blanco y algunos sin placas, que realizaban tiroteos indiscriminados contra la población civil.

mapa de abuso policial

Aunque los informes de victimas varían, según Indepaz (a corte del 14 de mayo), se reportaban en el país 48 homicidios de los que dos correspondían a menores de edad y a 19 a jóvenes de entre 18 y 28 años. Por su parte, Justapaz reportaba (para el 9 de mayo) la ejecución de 16 actos de violencia sexual, 133 personas heridas con armas de fuego, 548 víctimas de desapariciones forzadas y 1.055 casos de detenciones arbitrarias. Todo esto ligado a más de 2.100 casos de abuso policial. Indepaz también señalaba (para el 8 de mayo) que por fruto de cerca de 276 agresiones policiales —muchas de las que involucran heridas con armas de fuego— se presentaron un número indeterminado de heridos, de los que al menos 28 casos son de personas con perdida de un ojo.

Desde los primeros días de las protestas se ha informado de detenciones arbitrarias a personas que eran conducidas a lugares desconocidos (incluso por entidades del ministerio público), negándoles el derecho a acceder a la justicia y al debido proceso y exponiéndolas al riesgo de trato cruel e inhumano y desaparición forzada. En efecto, el 6 de mayo las ONG entregaron un informe a la Defensoría del Pueblo en el que se señala que —desde el 1 de mayo, en el marco de las protestas del Paro Nacional— se han reportado 471 personas desaparecidas, de las que se habían localizado tan solo 92 y 379 seguían desaparecidas

Son innumerables las denuncias de abogados y defensores de los derechos humanos que se han acercado a las comisarías en busca de desaparecidos y que son recibidos con agresiones y amenazas por parte de la Policía, negándoles la información.

La comunidad internacional fue consciente de la gravedad de la situación cuando el pasado 3 de mayo una misión humanitaria —que incluía a la Oficina del Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos (Oacdh) y a representantes de la propia Defensoría Nacional— fue atacada por la Policía mientras esperaba entrar en una comisaría para preguntar por la situación de los presuntos detenidos. En la noche del 7 de abril, mientras se llevaba a cabo una misión humanitaria con la presencia del senador Alexander López y de reconocidas organizaciones de derechos humanos, se produjo un tiroteo con el trágico resultado de tres personas muertas y una herida.

La racialización de la represión estatal

Al igual que en el conflicto armado interno de los últimos 30 años, la violenta represión aplicada por la Fuerza Pública en los últimos días ha mostrado un impacto desproporcionado en las comunidades negras del suroccidente del país. Especialmente en la ciudad de Cali: la ciudad con la segunda mayor presencia de población negra de Sudamérica —después de Salvador de Bahía en Brasil— y caracterizada por un racismo estructural y sistémico profundamente arraigado que ha orientado procesos continuos de marginación y exclusión.

En esta ciudad, gran parte de la violencia estatal —en particular en los primeros días de las protestas— se llevó a cabo en los barrios que tienen mayoría o una importante población afrodescendiente (como Calipso, 12 de Octubre, Nuevo Latir y Siloé). Muchos de los puntos de bloqueo en la ciudad coinciden con estos y otros barrios marginalizados de mayoría afrocolombiana.

Se trata de barrios que han sido históricamente víctimas de la exclusión socioeconómica, el racismo estructural y la violencia estatal, donde gran parte de sus habitantes son víctimas —de primera o segunda generación— del desplazamiento forzado, fruto del conflicto armado en las regiones de mayoría afrocolombiana del norte del Cauca y la costa del Pacífico. Para esta población la situación no ha hecho más que empeorar en el contexto de la pandemia y el aumento del desempleo, pues muchos engrosan las cifras de informalidad y empleo precario, el hambre llegó a niveles insostenibles y el abandono estatal y sus políticas de ajuste fiscal los obligaron a salir a las calles el pasado 28 de abril.

La violenta respuesta policial dejó claramente graficada la lógica de guerra con que el Estado responde a estas  poblaciones. De ahí que 35 de las 48 victimas mortales del Paro Nacional sean de la ciudad de Cali.

Aunque las estadísticas oficiales no revelan la dinámica racializada de la actual ola de brutalidad policial, las imágenes de las víctimas y reportes de organizaciones de Derechos Humanos dan cuenta del impacto desproporcionado en los jóvenes afrodescendientes.

La elaboración de perfiles raciales sustenta, no solo las acciones violentas de cuerpos del Estado contra la población civil, sino que también es fundamental para entender la negación de la responsabilidad estatal y la impunidad. Ya se están levantando alegatos en torno a la violencia de las pandillas y los conflictos urbanos existentes para cuestionar si muchos de estos jóvenes eran realmente parte de las protestas o delincuentes asesinados en el contexto de la violencia cotidiana en la que viven sus comunidades, un discurso que sin duda busca reducir las cifras de muertes reportadas en el contexto de la respuesta estatal a las protestas y simultáneamente justificar las muertes de estos jóvenes negros. De hecho, la primera muerte registrada en Cali tuvo lugar en el barrio mayoritariamente negro de Marroquín II, en el oriente de Cali, donde fue asesinado un joven de 22 años, pero los militares negaron posteriormente que su muerte estuviera relacionada con las protestas.

Militarización, imperialismo y protestas

La situación actual en Colombia no puede entenderse aislada del conflicto armado, que incluye la agenda neoliberal más amplia que lo dinamiza —cada vez más profundo— apoyada y sostenida por los grupos de poder en Estados Unidos y las multinacionales que se alimentan de los recursos naturales de Colombia. Los intereses imperialistas de Estados Unidos en la región han sido claros y se dieron pasos firmes en ese propósito en el siglo XIX, desde el intento de invasión de Panamá (1885), cuando este era parte de la República de la Nueva Granada. El posterior inicio del proyecto de construcción del Canal de Panamá en 1904 —bajo el control de Estado Unidos— fue un paso determinante en ese propósito, al que luego le siguió la creación de la Organización de Estados Americanos en 1948 durante una reunión en Colombia con el lema de defensa de la región y promoción de la “paz” regional.

Colombia ha sido por más de medio siglo el punto estratégico de las operaciones políticas, económicas y militares de Washington. De ahí que, gracias al apoyo técnico y logístico de Estados Unidos, hoy sea una de las mayores potencias militares de la región. En los últimos 20 años, con la firma del Plan Colombia en 1999 y el Plan Patriota en 2002, la presencia e influencia política y militar en favor de los intereses estadounidense no ha hecho más que aumentar.

Por ejemplo, en 2009 Estados Unidos firmó un acuerdo con el gobierno de Uribe para poder operar desde siete bases militares colombianas. Aunque este acuerdo fue bloqueado por la Corte Constitucional, el Gobierno de Santos llegó posteriormente a acuerdos bilaterales alternativos que permitieron en la practica el acceso y uso de las bases. Desde allí se promovió y desarrolló el infructuoso y peligroso —pero muy lucrativo negocio— de la aspersión aérea de los cultivos lícitos e ilícitos con glifosato. Pero quizás lo más remarcable de la ayuda militar es el fortalecimiento de la ideología del «enemigo interno» y la amenaza terrorista que sustentó el surgimiento y la expansión original del paramilitarismo en la década de 1980. Ideología que hoy es alimentada por el discurso de la rebuscada teoría de la revolución molecular disipada, de la que uno de sus promotores es el chileno Alexis López, asesor del expresidente Álvaro Uribe Vélez e instructor de altos miembros de las fuerzas militares colombianas.

Es precisamente bajo esta ideología perversa —que impulsa el paramilitarismo como modelo de respuesta, el mismo que el Estado colombiano está utilizando en el contexto de las actuales protestas, particularmente en Cali— donde los agentes del Estado, a menudo sin la debida identificación, colaboran con los civiles para disparar y matar a los manifestantes desde coches de alta gama.  La Guardia Indígena, que acompaña las protestas en Cali, ha sufrido varios ataques de este tipo; el último ocurrió el 9 de mayo cuando ocho personas resultaron heridas.

Esta violenta represión estatal es una consecuencia más de la intervención imperialista y del proyecto extractivista neoliberal, que utiliza el militarismo para eliminar a una población históricamente racializada a la que considera residual y una amenaza para el orden capitalista y de supremacía blanca. Actitudes como esta confirman aquella definición que señala al Estado como el aparato político y militar al servicio de los que ostentan el poder para mantener las condiciones de desigualdad.

Fuente: La Silla Llena

Fuente foto: Servindi